Desde que llegué a Níger, he intentado mostrarme respetuosa hacia las costumbres y tradiciones locales, en especial las de cariz religioso. En un país en el que el 90% de la población se declara musulmana, créedme, son muchos los detalles a los que se debe prestar atención para no herir sensibilidades.
El cerdo, haram. El alcohol, haram. El tabaco, haram. La música, haram. La ropa femenina, haram, haram, haram.
Unos (la mayoría), practican sus cinco oraciones al día, leen ininterrumpidamente las suras del Corán, y los viernes acuden a la mezquita ataviados con sus mejores paños Otros hacen un poco lo que les viene en gana: a veces rezan, a veces no, a veces beben, a veces no.
Pero de cara a la galería, son fervientes creyentes, no vayan ustedes a creer. Si el qué dirán es, en Níger, la condición nada sutil en la que se basan las relaciones sociales, la tolerancia, ya sea en la práctica de su religión o en la de otros, no deja de ser una virtud muy popular entre los nigerinos. El resultado es un cinismo limitado que todos practicamos y que nos deja vivir, más o menos, cada uno a nuestro aire.
Eso sí, la fe es sagrada. Que creas
en la Virgen, los santos, el sol o las piedras es lo de menos. Lo
importante es que creas en algo. Así, siempre parten de la creencia que
soy católica. Yo no tengo paciencia para hacerles entender que el
ateísmo no es pecado, y como mi familia sí lo es, pues no les he llevado al contraria y dormimos
todos mucho más tranquilos.
No me quejo. Como anasara católica, se me conceden varios "privilegios": fumo,
bebo, llevo pantalones y salgo de casa sin pedirle permiso a mi marido sin que nadie me mire mal. Sin pasarme, claro. Ellos se esfuerzan por entenderme y yo me
esfuerzo por no dar la nota fuera de casa, templo haram por excelencia. En la república independiente de mi casa, mi "marido" pasa a ser mi novio, abandono mi ropa monjil por frescas
minifaldas, bebo birra en vez de zumo, pongo música a tope y me enciendo un
cigarrillo tras otro. Y me sienta fenomenal¡!
En la calle, bajo el clima de apacible armonía nacional, se esconden cientos de templos similares; casas particulares o remotos y apartados maquis en los que los musulmanes no practicantes pueden dar rienda suelta a su lado más haram. Nada hace sospechar a los tranquilos (y sudorosos) viandantes lo que ocurre tras los (des)coloridos muros de los maquis. Entre las sillas cojas y las mesas destartaladas, una multitud de creyentes mástolerantesquelosdemás se reúne, a ritmo de música tradicional, para fumar, comer cerdo y regar el todo con ingentes cantidades de cerveza o vino camuflado en inocentes botellas. Reina un ambiente de complicidad solidaria en el que los presentes comparten, sobre todo, sonrisas de alivio y satisfacción.
El domingo estuve comiendo en un maquis haram con un grupo de amigos. No sé si era el cerdo picante, los huesos repartidos por el suelo, el ruido del gentío allí reunido, las interminables sobremesas, la sensación de hacer algo prohibido, las docenas de latas de cerveza, o el sol que se me subió a la cabeza.. pero me sentía en cualquiera de las miles de comilonas familiares que se celebran religiosamente, cada tarde de domingo, en cualquier rincón de España.
Cosas de borrachos. Haram, haram, haram.
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